La Nueva Ruta del Poder: Oriente Medio y la Batalla Global por el Control del Comercio

En un mundo que avanza hacia la multipolaridad, las rutas comerciales se han convertido en instrumentos clave de poder geopolítico. Oriente Medio, tradicionalmente visto como un epicentro energético y conflictivo, resurge ahora como un nodo estratégico en la reconfiguración del comercio global. Entre iniciativas lideradas por potencias como EE. UU. y China, y proyectos regionales como la Ruta del Desarrollo, se libra una silenciosa pero decisiva batalla por el control de la conectividad global

El Proyecto de la Ruta del Desarrollo es clave para la estabilidad en Oriente Medio. Foto: AP

Durante las últimas décadas, el comercio internacional ha sido una de las principales palancas del poder geopolítico, con una arquitectura global dominada por Occidente, en particular por Estados Unidos, que supo articular un sistema liberal multilateral tras la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, esta hegemonía se encuentra hoy en una fase de profundo cuestionamiento, debido a una serie de factores interrelacionados: el ascenso económico y tecnológico de China, el debilitamiento de la cohesión interna del bloque occidental, la aparición de potencias medias con agendas propias, y la creciente contestación al orden internacional desde el llamado Sur Global. Dentro de este proceso de transformación, el espacio geoestratégico de Oriente Medio ha adquirido una renovada centralidad, no solo por su rol energético tradicional, sino como un nodo clave en los proyectos emergentes de interconectividad económica y comercial.

La administración Trump está marcando un punto de inflexión en la política exterior estadounidense al adoptar un enfoque explícitamente transaccional, abandonando el compromiso con los principios multilaterales del sistema liberal post-Guerra Fría. Bajo la consigna de “America First”, Trump reorienta las prioridades geopolíticas hacia la defensa de los intereses económicos inmediatos de Estados Unidos, incluso a costa de las alianzas históricas y los marcos institucionales internacionales. Esta estrategia se materializa, como estamos viendo desde hace semanas, en guerras comerciales, sobre todo con China, pero también con socios tradicionales como Canadá, México o la Unión Europea, así como en una preferencia por acuerdos bilaterales y coaliciones ad hoc en lugar de mecanismos multilaterales. Uno de los gestos simbólicos más reveladores de este giro ha sido su primera visita oficial al extranjero, no a Europa ni a organismos internacionales, sino a Arabia Saudita, con el objetivo de cerrar multimillonarios acuerdos de defensa y energía. Este acto confirma que la lógica mercantil y pragmática es el eje de su política exterior.

Para entender las implicaciones de esta transformación en el largo plazo, es útil mirar al pasado. En el siglo XV, tras la caída de Constantinopla en manos del Imperio Otomano, Europa sufrió una disrupción profunda en sus rutas comerciales tradicionales hacia Asia. En respuesta, el papado impulsó sanciones comerciales contra los otomanos, aunque comerciantes venecianos y genoveses, movidos por el interés económico, sortearon dichas restricciones. Este bloqueo parcial incentivó a las potencias europeas a buscar rutas marítimas alternativas, dando origen a la Era de los Descubrimientos y, en consecuencia, al proceso colonial. Esta analogía histórica plantea una pregunta inquietante: ¿Podrían las guerras comerciales contemporáneas—combinadas con bloqueos, sanciones y exclusiones—precipitar un nuevo reordenamiento global, no exento de tensiones, rivalidades e incluso conflictos indirectos?

Actualmente, el orden global está dejando atrás su fase unipolar para dar paso a una configuración multipolar, en la cual múltiples puntos de poder económico, político y tecnológico buscan definir nuevas reglas del juego. Plataformas como los BRICS han cobrado relevancia como mecanismos de coordinación alternativa al G7 y otras instituciones dominadas por Occidente. La expansión del BRICS a nuevos miembros, incluidos países de Oriente Medio y África, representa una forma de resistencia a la hegemonía occidental y un intento de construir un orden más plural y representativo. En este contexto, Oriente Medio—ubicado en el cruce de rutas energéticas, comerciales y de conectividad digital—ha resurgido como escenario clave en la competencia global.

Una de las expresiones más visibles de esta pugna geoeconómica es la proliferación de iniciativas de infraestructura global como la Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI) de China, lanzada en 2013, que busca conectar Asia, Europa y África mediante redes de transporte, energía y telecomunicaciones. Aunque criticada por fomentar dependencias financieras (las llamadas “trampas de deuda”) y por su opacidad contractual, la BRI ha logrado avances significativos en varias regiones del mundo. Frente a ello, Estados Unidos y sus aliados han intentado articular proyectos alternativos, como el Corredor Económico India-Oriente Medio-Europa (IMEC), anunciado en 2023 como una alternativa a la BRI que busca reforzar las cadenas de suministro con India como eje, y reducir la dependencia energética de Rusia mediante una mayor integración de los recursos de Oriente Medio.

No obstante, el IMEC arrastra serias debilidades estructurales. En primer lugar, se basa en una visión geopolítica excluyente, centrada en el cerco a Irán y en el fortalecimiento de alianzas con Israel, sin tomar en cuenta las sensibilidades regionales. Su origen se encuentra en el proyecto israelí Tracks for Regional Peace (TRP), que pretendía conectar Haifa con el Golfo, excluyendo tanto a Irán como a Turquía, y que posteriormente fue impulsado por EE. UU. en forma de alianza estratégica con India, Emiratos Árabes e Israel (I2U2). Este enfoque instrumentalizó la normalización árabe-israelí bajo los Acuerdos de Abraham, priorizando intereses estratégicos estadounidenses—como contrarrestar a Irán—sobre cualquier avance real en el conflicto palestino. De hecho, la ausencia de compromisos concretos con los derechos del pueblo palestino y el posterior aumento de la violencia israelí en Cisjordania y Gaza han generado un rechazo creciente en el mundo árabe. Encuestas recientes muestran que una amplia mayoría de las poblaciones del Golfo se oponen a la normalización sin una solución justa para Palestina, tendencia que se ha intensificado tras la ofensiva militar israelí en Gaza desde 2023.

Frente a estas fallas, ha emergido una alternativa impulsada por actores regionales: el Proyecto de la Ruta del Desarrollo (DRP), promovido por Turquía e Irak. A diferencia del IMEC, el DRP se basa en una lógica inclusiva, integradora y sensible a las realidades locales. Su objetivo es conectar el puerto iraquí de Al Faw, en el Golfo, con la red ferroviaria turca, enlazando así Asia Oriental con Europa a través de un corredor terrestre que reduciría el tiempo de transporte en 15 días respecto al Canal de Suez. Este proyecto ha sido respaldado por países clave del Golfo, como Qatar, EAU y Kuwait, y se perfila como una opción más viable, económica y políticamente estable. Además, Turquía, como miembro de la Unión Aduanera de la UE, facilitaría la integración logística del proyecto con los mercados europeos, lo cual representa una ventaja estratégica.

Más allá de lo económico, el DRP representa una herramienta de estabilización política para Irak. Tras décadas de guerra, conflicto sectario e intervención extranjera, el país necesita proyectos que le permitan reconstruir su infraestructura, cohesionar a su población y ofrecer perspectivas de futuro a una juventud desmoralizada y desempleada. El DRP podría convertirse en un vector de unidad nacional, al articular una narrativa de desarrollo y reconstrucción que trascienda las divisiones etno-sectarias. Asimismo, la cooperación entre Bagdad y Ankara, incluida la declaración del PKK como organización ilegal (ahora en proceso de disolución), muestra una voluntad política de resolver tensiones históricas en beneficio del interés común. La promesa de Turquía de participar en la reconstrucción de ciudades devastadas como Mosul o Kirkuk refuerza esta lógica de interdependencia positiva.

El proyecto también tiene implicaciones regionales significativas. El país otomano ha manifestado su intención de incluir a Irán, lo cual representa un movimiento diplomático inteligente para mitigar posibles bloqueos o sabotajes indirectos. La historia de cooperación y rivalidad entre Irán y Turquía—desde el Tratado de Zuhab en 1639 hasta la actual competencia por influencia en Irak y Siria—muestra que es posible articular un equilibrio constructivo si existen intereses compartidos. Además, la mediación turca en las negociaciones nucleares entre Irán y Occidente evidencia el potencial de Turquía como actor puente entre bloques rivales.

En términos prospectivos, el éxito de la Ruta del Desarrollo podría inaugurar una nueva fase en la geopolítica regional, basada en la cooperación horizontal y en proyectos impulsados desde dentro de la región. En un mundo cada vez más multipolar, con la pérdida de capacidad de liderazgo por parte de las superpotencias tradicionales, las iniciativas regionales ganan protagonismo como herramientas de estabilización, desarrollo y afirmación soberana. No obstante, el futuro de estas iniciativas dependerá de varios factores: la estabilidad política de los países implicados, la capacidad de articular marcos institucionales de gobernanza transnacional, la gestión de las tensiones entre actores rivales (como Irán y Arabia Saudita), y la habilidad para adaptarse a los cambios tecnológicos que transformarán el comercio (digitalización, automatización, inteligencia artificial).

Oriente Medio está en el centro de una reconfiguración del comercio global que no solo redefine rutas logísticas, sino que cuestiona las jerarquías del poder internacional. La clave del futuro estará en la capacidad de las sociedades y Estados de la región para impulsar modelos de integración propios, pragmáticos e inclusivos, que respondan a sus necesidades y aspiraciones históricas. En este sentido, la Ruta del Desarrollo podría no ser solo una obra de infraestructura, sino un símbolo de soberanía estratégica, autodeterminación regional y transición hacia un nuevo orden global más equilibrado.

Por Instituto IDHUS