Experiencias compartidas en el modelo de car-sharing y fórmulas para romper la zona de confort durante el viaje

Cuéntame algo que el viaje es largo

Dentro de las diferentes posibilidades que la humanidad está contemplando para garantizar la movilidad en las grandes urbes que siguen creciendo a ritmos acelerados, y en las que cada vez se concentra una mayor parte de la población del planeta, están aquellas propuestas que tratan de reducir las emisiones contaminantes de los vehículos privados, sustituyéndolos por un número cada vez mayor de plataformas que ofrecen la posibilidad de compartir transporte y reducir, si se usara a máxima capacidad, hasta tres o cuatro veces el número de automóviles que entran o circulan por nuestras calles y avenidas.

Estos modelos de servicio compartido, en los que un usuario pone su vehículo a disposición de varias personas que realizan trayectos parecidos, dividiendo los gastos del viaje y consiguiendo así que, en vez de cuatro coches circule sólo uno, van a ir poniéndose “de moda” a medida que el precio del petróleo siga subiendo, o que los gobiernos locales de muchas ciudades impongan mayores restricciones al uso del vehículo privado en el centro de las mismas o, directamente, nieguen la entrada a aquellos automóviles que contaminen más de lo permitido por ser diésel, demasiado antiguos o no poseer un mínimo de características ecosostenibles.

Cuando esta medida se adopte y se vea su eficacia, será una buena noticia para todos los habitantes de cualquier ciudad el ver que se recupera una parte del espacio para el uso público y el transporte común, y se liberan nuestras calles de una gran cantidad de atascos y aglomeraciones, aunque aún falten varios años para que realmente se note el impacto de esta posible medida ya que ahora solo estamos viendo tímidos avances en ese sentido. La cuestión es que, para poder fortalecer que se compartan los medios de transporte privados, a la vez que se trata de fomentar el uso del transporte público, aún tenemos que cambiar nuestra idea de lo que el transporte privado significa.

Un objeto y posesión personal

Por un lado, el hecho de coger nuestro coche para desplazarnos nos da una cierta libertad y limita la dependencia de horarios externos que un autobús o un servicio de tranvía pueda ofrecer. Esta idea es solo parcialmente cierta, ya que, en la mayoría de grandes ciudades, el metro pasa cada pocos minutos y el autobús sigue un horario regular y continuo igualmente. Es una cuestión psicológica la que nos induce a montarnos en el coche, donde en general iremos solos, más tranquilos, sin la incomodidad de, en cierta manera, media hora de agobio si el metro va a tope o el autobús sin sitio para sentarnos.

Esta cuestión psicológica también es la que en cierta manera impide que una parte de nuestros viajes, que podrían ser compartidos, los hagamos con otras personas a las que no conocemos. En general, aún hay muchos propietarios de vehículos particulares que no ven con buenos ojos el hecho de dejar subirse desconocidos a su coche, compartir con ellos una ruta de una duración determinada y tener que mantener una conversación mínima y amigable en el trayecto. También está, por supuesto, el polo opuesto, aquellos que se abren perfectamente a la posibilidad de que su vehículo sea de uso común, le ayuden a pagar los gastos de gasolina y conocer gente interesante, o no, durante el camino a la oficina. Sin embargo, este último grupo de personas aún no es tan numeroso como el primero, y, por esa razón, entre otras, la implementación de modelos de transporte basados en car-sharing va camino de tardar años en calar profundamente en la sociedad.

Somos personas tremendamente individualistas, la mayor parte de los seres humanos. Somos ciertamente protectores con nuestras posesiones y el vehículo privado, en una gran parte del mundo, se percibe como un símbolo de condición social, además de como un simple medio de transporte. En el coche sueles llevar cosas personales, quizás elementos y objetos que siempre están ahí por si los necesitas a lo largo del día, o quizás tienes tu propia decoración en el salpicadero. Por lo tanto, permitir la entrada en tu espacio “privado” de movilidad, para algunas personas, puede resultar igual de incómodo que compartir tu casa con extraños para que pasen un rato a descansar cuando cruzan por la calle en la que vives.

Compartiendo un espacio personal

Mientras la parte psicológica y cultural asociada a lo que significa el elemento “coche” no cambie de condición, va a ser difícil que se adopte masivamente la compartición del mismo para así reducir el número de vehículos en las calles, siendo más sencillo incentivar el uso del transporte público a escala masiva facilitando a los usuarios a dejar su “objeto preciado” en el garaje que insistir para que se compartan viajes entre tres o cuatro desconocidos, que no siempre confían en que el resto de compañeros del trayecto sean personas con las que realmente se irían a tomar un café, si tuvieran la oportunidad de hacerlo.

Y es que aquí además entra otro factor en juego. El miedo. El miedo entendido como la reticencia a montarnos en un vehículo que no es nuestro, con quien no conocemos y quizás pensando que puede resultar en una experiencia incómoda. Para el pasajero, que no tiene vehículo propio y se suma a la oferta de un conductor que si lo tiene y lo pone a disposición de los demás, la percepción es diferente a la del propietario. Si por un lado, yo que poseo vehículo no suelo quererlo compartir porque es algo personal y propio y no quiero ver extraños que pudieran dañarlo, ensuciarlo o causar alguna molestia en él, por otro lado, el pasajero, que es quien decide meterse en un vehículo ajeno, también subconscientemente activa las reticencias a hacerlo al no saber con quién se va a encontrar, si le van a dejar ir escuchando música y mirando el móvil sin tener que dar conversación al conductor, o si podrá simplemente tener un viaje tranquilo sin que ninguno de los otros pasajeros le dé mucho la lata con preguntas personales o intentos de hacer más amigable el trayecto. Y es que no hay nada más aterrador que el silencio en un espacio donde nadie se conoce, y si se intenta romper el hielo no hay nada más aterrador que tener que contestar a preguntas o mantener una conversación trivial solo para que parezca que estamos cómodos en ella.

Somos raros, los humanos, en ese aspecto. Tendemos a huir de aquello que no nos garantiza un mínimo de seguridad por desconocimiento de lo que pasará, y, por otro lado, tampoco nos abrimos a experimentar nuevas situaciones con personas que no conocemos permitiendo que surjan nuevas oportunidades de aprender algo o intercambiar alguna idea, anécdota o conocimiento con otros individuos. Y todo, principalmente, porque estamos muy centrados en nuestra zona de confort.

Nuestra propia burbuja de seguridad

La zona de confort es un concepto que la mayoría de personas comprende, pero no conoce su origen. Se basa en unos parámetros mentales, vamos a llamarlo así, a través de los cuales limitamos el radio de acción de nuestras actividades y experiencias a aquello que ya nos es conocido, pues tenemos en nuestros bancos de datos de memoria resultados anteriores y experiencias que nos pueden ayudar a navegar por el mundo sabiendo qué esperar del mismo. Cuando no tenemos la certeza de cómo algo puede resultar, qué puede suceder, si nos gustará o no, si será positivo o no, si nos causará molestias, problemas o inconvenientes, estos mismos “programas” y condicionantes de la psique humana echan para atrás, muchas veces subconscientemente, el atrevernos y lanzarnos a esas nuevas micro oportunidades que pueden surgir, simplemente, compartiendo un trayecto de 20 minutos en un vehículo privado con otras personas que van a trabajar en la misma dirección o cerca de donde vas tú.

Al mantener esta zona de confort tan restringida, la mayoría de personas, nos cuesta mucho conseguir que se pongan en marcha dinámicas sociales más abiertas para interactuar más fácilmente con el resto de la sociedad, y, con ello, promover una ciudad más abierta al modelo de relaciones humanas y menos al modelo de ciudad “fría” y simplemente lugar de paso, trabajo o compras, pero no tanto de “experiencia” cultural, social o personal con el resto de habitantes de la misma.

Mientras que el transporte es solo un ejemplo de ello, otras áreas de vida también están sufriendo esta dinámica de aislamiento de la persona en su mundo particular y más cerrado debido a la sensación de que interactuar con otros congéneres, en general, además de exigir un esfuerzo en comportamiento social que puede que no tengamos necesidad o ganas de llevarlo a cabo, nos puede dar la impresión de que estamos perdiendo el tiempo cuando podríamos estar respondiendo correos electrónicos, leyendo el periódico para informarnos o hacer cualquier otra tarea que no involucre la relación social con los demás. Este modelo de sociedad individualista está creciendo en los últimos años y lo seguirá haciendo, y no es que tenga que ser malo o negativo per se, pero sí que es cierto que impide que un número de experiencias que solo se pueden obtener a través de las relaciones humanas de unos con otros puedan llegar a nuestras vidas.

Cada viaje, una sorpresa

En todo caso, poco a poco a medida que la movilidad urbanística y las normas de tráfico se hagan más y más restrictivas, habrá un cambio en la percepción de este tipo de transporte compartido porque, en ese caso, se prioriza la llegada al trabajo a tiempo y en un coche que puede ir más rápido o más directo que un autobús a donde queremos llegar, y, por lo tanto, se asumen los posibles inconvenientes que puedan surgir de la experiencia con otras personas durante el mismo. Por otro lado, puede suceder que los mismos conductores y pasajeros, si sus primeras experiencias son positivas, repitan de nuevo y vuelvan a tomar la iniciativa de compartir sus propios vehículos con terceras personas, incrementando la popularidad de este medio de reducir el tráfico rodado y asistiendo a la disminución de la contaminación en las urbes.

Como todo, cada viaje es una experiencia completamente distinta, puesto que cada persona es un mundo en sí misma y puede aportar, para bien o para mal, algo completamente diferente a aquellos con los que se cruce en su rutina diaria de desplazamientos por la ciudad. Los taxistas lo conocen bien, están habituados a subir a muchos perfiles de clientes distintos al día, a permitirles compartir su espacio privado de trabajo que es su coche, a aguantar conversaciones que puede que no tengan ganas de tener o forzar otras para hacer el viaje más agradable. Para este colectivo, ese es su trabajo y esas son las normas a cumplir, ahora bien, el usuario privado no tiene por qué verlo así, y por lo tanto, no siempre va a darse cuenta de que, en cada viaje, con cada persona, hay una oportunidad de recibir algo que puede ser útil, informativo, beneficioso o interesante, para luego contárselo, aprender o traspasárselo a otra persona en el siguiente trayecto que haremos cuando nos montemos de nuevo en un coche compartido con nueva gente, nuevas conversaciones y nuevas experiencias.

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