Creando lugares donde vivir “para siempre”
Para que una ciudad sea considerada “humanamente habitable” por aquellos que han de residir en ella ha de cumplir mucho más que unas simples condiciones de salubridad, comodidad, limpieza y facilidad de transporte. Nos estamos dando cuenta, paulatinamente, y así lo han demostrado los últimos avances en sostenibilidad urbana, que las ciudades deben ser habitables psicológica y emocionalmente para todos aquellos que hemos de convertirlas en nuestro hogar, que es distinto a convertirlas en nuestra “casa”, pues existe un componente añadido de “estabilidad” y “arraigo” en el hogar que no tiene porque estar presente cuando solo ocupamos un espacio en el que resguardarnos por la noche o almacenar nuestras pertenencias, algo que sí que cumple siempre el concepto de “casa”.
Lo que diga la gente
Las ciudades avanzan al ritmo que marca la gente que vive en ellas, y se transforman sólo si quienes la habitan se involucran en su mejora continua. No solo los responsables de planificación urbanística, no sólo los responsables del transporte urbano, no solo los responsables del gobierno local son quienes han de marcar las líneas de crecimiento general de la urbe que han de gestionar, sino que son los ciudadanos quienes han de aceptar, integrar y llevar a la realidad cualquier idea, visión o planificación que estos responsables y gestores decidan implantar.
Estamos en un momento de nuestra civilización donde estimamos que en pocas décadas la mayor parte de la humanidad vivirá en ciudades. Algunas de ellas se están quedando sin espacio físico para poder encontrar un lugar donde seguir añadiendo más viviendas y todos los servicios necesarios para lidiar con el incremento de la población que no ha dejado de llegar, por migración desde núcleos rurales o pueblos, hacia las capitales y metrópolis del planeta.
A pesar de que hay muchos elementos que hacen la vida de una gran ciudad complicada, como son los problemas de tráfico, de contaminación atmosférica, lumínica y sonora, problemas de convivencia, de acceso universal a servicios básicos, etc., en general se sigue prefiriendo una ciudad que no funcione perfectamente al 100% en todos los sentidos a lugares más pequeños, despoblados en ciertos aspectos (tanto a nivel de personas como de servicios mínimos) y alejados de los puntos neurálgicos de crecimiento económico del globo.
La interacción personal como motor de la prosperidad
Puesto que las oportunidades de desarrollo y prosperidad se suelen dar allá donde se concentra un mayor número de personas que puedan interaccionar entre sí para ofrecerse e intercambiarse productos y servicios, a mayor capacidad de una ciudad para ofrecer lugares y oportunidades para este tipo de sistemas de intercambio económico mejor suele irle a la población que hace uso de ellos. Si un zapatero tiene que viajar 50km para poder ofrecer sus productos a un público que pueda adquirirlos, tiene muchas menos posibilidades de desarrollar e incrementar su actividad económica en un pueblo pequeño que en una gran urbe, y, aunque este ejemplo es obvio y entendido por todos, son precisamente estas oportunidades las que subconscientemente están haciendo que cada vez una mayor parte de la población se mude al centro y extrarradio de las grandes ciudades del planeta donde se percibe que encontrarán mejores y más formas de salir adelante.
Aunque este concepto no es siempre válido en las ciudades y áreas desarrolladas y más “ricas” de nuestra civilización, donde en ciertos aspectos ocurre lo contrario, si lo es en países en vías de desarrollo, provocando que las capitales o ciudades más importantes de naciones en proceso de crecimiento económico concentren a la mayoría de la población de la región o del país completo.
¿Por qué sucede, hasta cierto punto, lo contrario en países desarrollados? Porque en estos lugares, una parte de la población puede permitirse y tiene la capacidad de irse de la ciudad con ciertas ventajas económicas que le permiten una vida holgada y cómoda alejada de las multitudes, algo que no es posible para quien huye del campo o del pueblo buscando precisamente esa capacidad económica y recursos para salir adelante.
Los que pueden, se van
Por lo tanto, en ciudades de la Europa más desarrollada y avanzada económicamente, de América o de Asia, o, de hecho, de cualquier parte del mundo, las personas que ya han alcanzado un cierto nivel económico y que buscan otro tipo de vida más tranquila se van de las ciudades, mientras que las personas que buscan empezar su vida profesional, avanzar y sacar adelante una familia o labrarse un futuro mejor , llegan a ellas por miles.
Esta aparente contradicción hace que el flujo de entrada y salida de personas de las ciudades no sea equitativo, se van muchas menos personas a vivir fuera de las urbes que personas que llegan a ellas. Los que se van pueden, y de hecho así lo hacen, buscar casas y viviendas mucho mejores que las que tenían en la propia ciudad, con comodidades reservadas solo para los que se permiten pagar un cierto precio por ellas, mientras que los que llegan a ellas pueden estar intercambiando o dejando una enorme vivienda en un pequeño pueblo por un minúsculo apartamento en un edificio masificado.
Esta aparente pérdida voluntaria de calidad de vida se sustenta en procesos psicológicos de las personas relacionados con que siempre, en la ciudad, se pueden seguir subiendo escalones en el desarrollo económico, personal y profesional, mientras que en lugares sin esta posibilidad, como pequeños núcleos urbanos, el campo y entorno rural o pueblos menores, a pesar de tener una enorme vivienda y mucho terreno y mejor calidad de vida, tienes un “tope” a tu desarrollo y crecimiento impuesto por la falta de posibilidades económicas o de intercambio e interconexión con otros grupos y comunidades que sí que están presentes en la ciudad.
Así, vemos que los pueblos no van a desaparecer, que las áreas rurales no van a dejar de existir, pero sus habitantes irán cambiando su perfil a medida que sean las clases más desarrolladas de las ciudades las que salgan de estas para establecerse en aquellos, pero ya sin interés por explorar oportunidades laborales o de crecimiento que estos pueblos no les ofrecen, pero que tampoco necesitan, pues se usa el entorno rural y apartado de las megapolis como lugar de “retiro” o como forma de salir del caos de la urbe, del estrés de la misma, y de su continua masificación. El pueblo o el campo se convierten en el destino deseado por los que ya han completado la transición y crecimiento que la ciudad les ofrecía, y ahora, en general, ya no quieren seguir perteneciendo a ella.
¿Significa esto entonces que nuestras ciudades van a ser solo lugares de paso hasta que todo el mundo consiga llegar a un nivel económico para poder permitirse la casa o la residencia fuera de las mismas y no tenga necesidad de desplazarse para labrarse un sustento o un camino profesional? Es posible que a pequeña escala si, para esa minoría que ha crecido y aprovechado las oportunidades y sorteado los problemas de la urbe, pero no será así para la mayoría. En general, el que llega y se instala en la ciudad, terminará toda su vida en la ciudad.
El magnetismo de vivir en comunidad
Se nos ha explicado hasta la saciedad que somos seres sociales por naturaleza, que vivimos en comunidades y que solo las comunidades permiten el desarrollo del individuo amparado por el paraguas protector del grupo al que se pertenece. Siendo este concepto algo abstracto, no está presente en la mente consciente y los pensamientos diarios de quienes hemos de levantarnos por la mañana y coger el coche para ir a nuestro lugar de trabajo pensando en las mil tareas del día, mientras aguantamos pacientemente los atascos, respiramos inconscientemente el aire contaminado y saturamos nuestros sentidos con ruido y excesiva información de la radio, noticias, publicidad y vallas de anuncios. Para estos, las ventajas de vivir en comunidad no siempre son obvias, ya que, de hecho, nos pone de bastante peor humor esta rutina diaria que el simple hecho de levantarnos en una casa en el campo en la que hemos de ir andando a trabajar en algún campo cercano o en algún negocio local. Pero, sin embargo, vemos que no prosperamos tanto como nos gustaría en ese entorno que, a priori, visto desde fuera, proporciona mucha más calidad de vida que las obligaciones regulares de todo urbanita.
¿Por qué entonces no nos damos cuenta de esto y seguimos prefiriendo, en general, el ajetreo de la ciudad y su estrés permanente? La respuesta que la mayoría de personas nos daría está relacionada con la oportunidad de tener más servicios a mano, así que tener un hospital a 30km vs tener uno a dos paradas de metro, tener 10 colegios entre los que escoger o solo uno a 40 minutos de tu casa, poder ir al cine cada sábado cruzando un par de calles o no tener más que un solo bar para bajar a tomar algo, es lo que nos hace preferir, de nuevo, en general, la urbe al entorno rural, pero, por otro lado, no es del todo correcto, o, al menos, solo es una razón en la superficie de un razonamiento más profundo y en apariencia completo.
El verdadero motivo de la migración a las enormes ciudades es su magnetismo, la atracción que la gran urbe con sus millones de habitantes ejerce mucho más allá de los límites de su espacio físico. Este magnetismo, por llamarlo de alguna manera, provoca un efecto “llamada”, a partir de una psique colectiva que refuerza la creencia de que lo que no pase en la ciudad o no se pueda hacer en la ciudad, no se puede hacer en ninguna parte.
¿Quién ha generado y porqué existe esta psique colectiva y “magnetismo urbano”? Se ha generado con el tiempo, desde los tiempos de aquellos primeros fundadores de simples poblados hace siglos que llegaban a un punto y se establecían en él, lo hacían crecer y lo consolidaban, instaurando en la mentalidad o percepción de la recién creada comunidad que aquel sitio iba a ser su “edén particular”, en el sentido de que habían fundado, y estaban haciendo prosperar, la ubicación geográfica donde iban a poder construir “su hogar”.
Un sentimiento de pertenencia que va creciendo
Puesto que “hogar” es lo que todos necesitamos, a medida que estos pequeños asentamientos iban atrayendo a más personas, un mayor número de seres humanos afianzaban en ese espacio geográfico la “energía” necesaria para hacerlo más atractivo a otros que pudieran venir de fuera, promoviendo el asentamiento de más personas, como si de una campaña de marketing subconsciente se tratara, pues mostraban a esos “extranjeros” como habían podido convertir un asentamiento “básico” en un “hogar” común para comunidades cada vez más grandes.
Este proceso que se inició hace siglos, sino milenios, es la base psicológica para el “magnetismo” y atracción de las enormes metrópolis del planeta, por el concepto de “si todo el mundo está en la ciudad será porque es el mejor sitio para vivir”, algo que cuando lo analizas conscientemente sabes que no tiene por qué ser verdad, pero que, sin embargo, cuando buscas maneras de prosperar y crecer a nivel humano, económico, profesional y relacional, es la base de los pensamientos subconscientes que nos empujan a tomar la decisión de abandonar nuestro pueblo y movernos a la urbe.
Con el tiempo, hemos visto como la ciudad crecía sin parar, y puesto que ya no existe en muchas de ellas espacio físico para el crecimiento horizontal, la ciudad tiene que crecer en vertical. Al transformar el espacio de forma positiva y arquitectónicamente agradable y saludable, transformamos el estilo de vida, y al transformar el estilo de vida transformamos la psique colectiva, y con ello hacemos aún más atractiva la idea de que las grandes ciudades son el punto y entorno más adecuado para vivir.
Pero, como ya hemos visto muchos de nosotros, cuando ya hemos pasado mucho tiempo en su interior, y vemos que la vida en ellas no es tan sencilla como pensábamos, entonces, si tienes la posición económica adecuada y los recursos materiales te vas de la misma y vuelves “al campo”, o a zonas alejadas de los centros urbanísticos, pero ya con otro perfil, otras necesidades y otra visión de la vida como hemos comentado anteriormente.
Un lugar donde pasar la vida
Por lo tanto, el desafío de nuestras ciudades consiste en hacer que la psique común que sustentan sea una psique de “hogar” para todos los que desean venir a vivir en ella, pero a la vez sea una urbe donde la vida pueda transcurrir de principio a fin sin pensar en huir y alejarnos de las mismas cuando tenemos la posibilidad para ello, pues hay pocas personas que, si tuvieran la posibilidad de irse a un lugar más tranquilo y con una mejor calidad de vida, rechazarían esta oferta, lo cual nos está diciendo que, en algún momento, una parte de nuestra psique desea volver a entornos más saludables, menos contaminados, menos estresantes y menos masificados. Justo aquello que dejamos atrás de allá dónde veníamos cuando emigramos a la ciudad.
Ahí está el desafío de las nuevas ciudades, de las SmartCities, de las urbes transformadas para hacer la vida de sus habitantes lo más confortable posible, conseguir que vivir en ellas sea tan agradable como vivir fuera de ellas, que todo el mundo encuentre un hogar y no solo una casa, y que su crecimiento sin pausa y a veces sin control no impida que las personas se sientan parte integrante de las mismas y busquen su propia transformación a través de la transformación de su entorno y de las oportunidades que este brinda, para evitar que en algún momento estemos deseando irnos de la misma, transformando a su vez esa psique y ese inconsciente colectivo común en un enorme paraguas protector de la vida social y humana que todos nosotros buscamos incesantemente como motor de nuestra propia transformación y crecimiento, en pos de mayor prosperidad, felicidad y bienestar personal y familiar.